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En ciertas ocasiones en las que mi felicidad se desborda camino por las calles de mi ciudad y pienso que algún día ya no las recorreré con la misma agilidad, con el mismo sentido, con la misma memoria. Creo que lo que más me llama la atención es ver lo que acontece día a día por el centro. Pocas veces he visto gente sonreír de verdad, personas bailar de felicidad o niños contentos; al contrario, todo el tiempo observo tristeza y otras tragedias, novios peleando por alguna cosa banal, madres golpeando a sus hijos y hombres viejos, podridos, atrevidos; lanzando piropos a jóvenes mujeres.

Recuerdo que cuando era un párvulo coqueteaba con las señoras. Las miraba a los ojos y acto seguido alzaba mis cejas de forma atractiva, y toda mujer que me veía se avergonzaba y se sonrojaba. Después venía lo peor. Las jóvenes corrían ante mi madre y le decían “señora, su hijo es muy pícaro, seguramente tendrá muchas pretendientes en el futuro”. Hasta hoy sigo sin entender por qué no corrían ante ella y le reclamaban mis acciones.

Aún así, miro con tristeza a las mujeres de hoy en día, porque la cotidianidad les ha lavado el cerebro, hacer lo mismo todos los días las ha hecho esclavas de la sociedad.

Los hombres son como perros hambrientos, esperando a que algo de alimento se postre ante sus ojos para devorarlo con rapidez y sin ningún resentimiento.

En algún momento de mi vida tuve amigas; unas dos, tres, pero no más. Dentro de ese “círculo social” estaba una chica llamada Helena. Era extraña, tenía una personalidad distinta a la de otras mujeres. A ella no se le podía negar nada, ni el agua. Su sonrisa era como una rebanada recién cortada de sandía, y su rostro era tan surreal como una pintura de Wolfgang Paalen. Sin duda era una mujer extremadamente hermosa, pero escribo “era” porque se fundió el foco que la iluminaba.

Le gustaba caminar a solas, tal como yo lo hago ahora; la diferencia entre ella y yo es que yo lo hago de día y ella lo hacía de noche. Además yo soy un sapo feo y regordete, un pescador apresado en las redes de mi existencia; a mí ninguna mujer me imagina entre sus brazos.

Una noche de noviembre salió a caminar por calles vacías de mentes humanas, en esas en las que es más fácil respirar y pensar que la vida aún tiene sentido.

Entonces, un cocodrilo de boca enorme y dientes negros salió a flote y se la devoró entera.

Bocado a bocado su respiración se hacía más intensa y sus manos me apretaban fuertemente.

                  Un punto; coma, dos puntos.

Exploté sus sentidos.

Encontraron su cuerpo a la semana siguiente: desnuda y con tres puñaladas en el pecho. Seguramente su alma se escapó mientras la devoraban.


Por David Torres Santiago


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